A principios del siglo XII, en el año Ce-Tecpatl ─Uno-Pedernal del calendario azteca─, procedentes del norte de la república mexicana y conducidos por Huitzilopochtli «dios del sol y la guerra», daría comienzo el largo peregrinar de todo un pueblo en busca de la tierra prometida. Destino final: “El sitio donde se hallase un águila parada sobre un nopal devorando una serpiente”. Esta imagen profética, tan conocida por los mexicanos y que señalaba el fin del camino y el lugar donde deberían construir su ciudad, sería en el futuro: el emblema de toda una nación.
Durante doscientos años, estos hombres conocidos como chichimecas ─bárbaros─ deambularon entre una región y otra del país viviendo de la caza y la recolección. Su formación guerrera por excelencia y estricta disciplina, asoló las más de las veces a las naciones ya establecidas y los hizo vándalos y mercenarios también de otras, cuando la necesidad apremió.
Con la convicción de ser un pueblo elegido, predestinado siempre a la victoria, su dios de la guerra marchando al frente y la promesa de un lugar donde reinarían para extender su dominio hacia los cuatro puntos cardinales de la tierra: La pretensión de ser omnipotentes, sería incuestionable.
Llama la atención que en muchos aspectos ─sobre todo los que tienen que ver con un pacto entre dios y los hombres, el largo peregrinar por tierras inhóspitas y la promesa de un lugar de asentamiento─, la historia de los aztecas se asemeje un poco a la del pueblo hebreo tras su salida de Egipto. Hay diferencias medulares, desde luego, pero recordemos que los hebreos: también marchaban con un objeto divino al frente, en este caso, la famosa «Arca de la Alianza».
Una cuna en medio del agua
Aztlán «lugar de blancura o de garzas blancas», según cuenta la Crónica Mexicáyotl, era el lugar donde moraran los aztecas durante mil y catorce años antes de su iniciático viaje hacia el centro del país. Lo conformaban siete tribus o calpullis y eran gobernados por Mexi, también llamado Chalchiuhtlatonac, hermano menor del rey de los cuextecas.
La crónica lo narra así: “El Aztlán de los antiguos mexicanos es lo que hoy día se denomina Nuevo México; reinaba allá el llamado Moctezuma. Este rey tenía dos hijos, y al tiempo de su muerte establece como señores a sus mencionados hijos. El nombre del primogénito, quien habría de ser el rey de los cuextecas, no se sabe bien. El menor, que era mexicano, se llamaba Mexi, era de nombre Chalchiuhtlatonac, y a él había sele de adjudicar los mexicanos, […].”
Aztlán, cuenta también la historia: se hallaba en una isla en medio del agua, lo que ha generado debate entre los investigadores acerca de su existencia, ya que la zona norte del país es una vasta región desértica y muchas de las descripciones que se hacen del sitio, como flora y fauna, definitivamente no cuadran o no coinciden con las características de aquella región.
Otro nombre con el que se hace referencia al origen de los aztecas en diferentes documentos, incluida la ya mencionada Crónica Mexicáyotl, es que dentro de la isla de Aztlán existía un lugar conocido como Chicomoztoc «lugar de las siete cuevas» de donde se dice, emergieron antes de su salida definitiva.
El Alfa y el Omega
En su ensayo La Gestación Mítica de México-Tenochtitlan, Patrick Johansson K. expone que Aztlán y Tenochtitlan son en realidad: El Alfa y el Omega dentro de la cosmogonía azteca. Que en su concepción cíclica del tiempo todo tiene un retorno, una vuelta al origen, donde principio y fin son el resultado de esa larga búsqueda de su identidad. Una ciudad ancestral en una isla rodeada de agua cobra así sentido y se transforma en motivo de reivindicación para las futuras generaciones: Tenochtitlan es ahora el Aztlán imaginario.
El Alfa y el Omega se entremezclan en ese ideal colectivo para dejar atrás su pasado nómada. El regreso a casa se hace posible para resurgir nuevamente ante los ojos del mundo y ante sí mismos como una nación gloriosa. El pacto del dios con su pueblo se cumple y con ello, la promesa de una heredad donde reinarán por siempre.
“Ahora no os llamaréis aztecas, vosotros sois mexitin”, y les pidió que se colocaran como distintivo un plumón blanco sobre las orejas. ─Crónica Mexicáyotl
De Aztlán se derivarían los gentilicios aztecatl y aztecah, singular y plural del náhuatl, de ahí su correspondiente hispanización por los de azteca y aztecas ─como ocurre con muchos de estos términos, hay discrepancias que no vale la pena mencionar─. Es importante aclarar que el término «azteca», que conlleva una carga emotiva muy poderosa y digámosle «mágica», y al que fuimos acostumbrados por muchos años los mexicanos a escuchar y a ver en los libros escrita, en realidad, cuando nos referimos a su cultura: no es el término más apropiado.
Regresando a la referida Crónica Mexicáyotl, Alvarado Tezozomoc nos cuenta, que cuando los aztecas salieron de aztlán en busca de la tierra prometida y ya durante el camino, su dios protector y máxima deidad Huitzilopochtli les dijo: “Ahora no os llamaréis aztecas, vosotros sois mexitin” ─mexicas─, y les pidió que se colocaran como distintivo un plumón blanco sobre las orejas. Al mismo tiempo les dio flechas, arcos y redecillas; es decir, los implementos necesarios para subsistir.
Hernando de Alvarado Tezozomoc vivió entre los años 1525 y 1610, prácticamente en los albores de la conquista de México. Fue hijo del emperador Cuitláhuac ─sucesor al trono─ y nieto de Moctezuma. Trabajó como intérprete nahuatlato en la Audiencia Real de la Ciudad de México. En el año 1609 escribe un documento que junto a los escritos de los conquistadores, incluidos los de Hernán Cortés, los códices de los frailes hispanos y los de otros indígenas, será esencial para entender parte de la historia del pueblo azteca. Su oficio de intérprete, aunado a su noble estirpe y educación mexica-novohispana, le permiten escribir con indudable autoridad en lengua náhuatl la Crónica Mexicáyotl, también conocida como Crónica de la mexicanidad. En este libro recoge el conocimiento que los ancianos de su tiempo poseían acerca de su propia historia, la del pueblo mexica, que se había transmitido en forma oral de generación en generación.
Sea por cuestiones de romanticismo ─digámosle así─ o de mera costumbre, seguiremos utilizando ambos términos: «azteca y mexica» de manera indistinta a lo largo de este artículo y porque el uso de la palabra «azteca», más que el de la palabra «mexica», se ha vuelto también mundial.
Coyolxauhqui
Monolito de 3.25 metros de diámetro y casi ocho toneladas de peso. Fue hallado de manera casual en 1978 cuando se realizaban obras de construcción en el Centro Histórico de la ciudad de México donde había permanecido oculto 500 años. Este descubrimiento, ejemplo del arte monumental azteca, dio origen al Proyecto Templo Mayor, a cargo del Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH). A la Coyolxauhqui se le consideró la diosa lunar del pueblo mexica. Su nombre significa «la adornada de cascabeles».
Nacimiento de Huitzilopochtli
En la mitología azteca se cuenta que su madre Coatlicue «diosa de la tierra», al recoger un ovillo de finísimas plumas y guardarlas en su seno ─o en el dobladillo de su falda, según otra versión─ sin saberlo quedó embarazada, por lo que al enterarse la diosa Coyolxauhqui del inusitado hecho, ofendida, decide lavar la afrenta junto con sus otros hermanos «los centzon huitznahua o cuatrocientos surianos», asesinándola.
Sólo que, al llegar donde se encontraba su madre, ésta ya había dado a luz a Huitzilopochtli, dios de la guerra, quien nacería «vestido y armado». En el acto se enfrenta a la diosa y la degüella, desmembrando su cuerpo y arrojando los pedazos por una pendiente. De los cuatrocientos surianos quedarían muy pocos con vida, los cuales para sobrevivir, huyen al sur donde se les ve desde entonces convertidos en estrellas.
Origen y significado de la palabra México
Gutierre Tibón en su libro Historia del nombre y de la fundación de México, hace un trabajo exhaustivo acerca del significado de la palabra México. En él aborda prácticamente todas las teorías conocidas al respecto; de entre las cuales, destaca como la más aceptada, la de un grupo de historiadores en el que se incluyen ─por mencionar algunos─, a Manuel Orozco y Berna, Francisco Javier Clavijero y Fernando de Alva Ixtlixóchitl, éste último, de la familia real azteca y descendiente directo de Nezahualcóyotl.
En ella se plantea a través de diferentes razonamientos, que la palabra México viene o deriva de Mexitli, que es el otro nombre con el que se conoce a Huitzilopochtli ─recordemos que él les dio el nombre de mexitin o mexicas tras su salida de aztlán─. La teoría sugiere que, lingüísticamente, la palabra Mexitli más la terminación «co» ─que significa lugar─ nos dan la palabra México «tierra de Mexitli».
Otra de las probabilidades, es que el nombre lo tomaran directamente de Mexi, por quien eran gobernados antes de salir de Aztlán y, que al ser éste su máximo líder, no sería raro que de él se tomara el nombre para toda la congregación.
En resumen, cualquiera que sea el verdadero origen de la palabra y sobre lo que nadie tiene duda, es que la ciudad se llamó México, desde su fundación, que después cambiaría por la de México-Tenochtitlan, tras la muerte de Ténoch y en honor a él.
Primer gran patriarca
Ténoch «tuna de piedra», fue un jefe militar y sacerdote supremo que vivió de 1299 a 1363 y quien dirigió a los mexicas durante la última etapa de su peregrinar hasta su asentamiento definitivo. A él se atribuye, junto a un grupo de guerreros, el descubrimiento de la profecía del águila parada sobre el nopal, que simbolizaba el sitio donde debía construirse la ciudad. Acerca de este personaje se cuentan muchas historias y hay versiones que dicen, vivió más de cien años. Por lo que algunos investigadores, piensan, que podría tratarse de dos personas con el mismo nombre y en diferentes épocas.
Gracias a sus hazañas militares y a que consolida la nación mexica con el pacto de la «Triple Alianza», que significó la unión político-militar con los reinos de Texcoco y Tlacopan creando con ello un gobierno tripartito, pero con hegemonía azteca, Ténoch es nombrado Huey Tlatoani «gran orador o gran gobernante». Es el primero en ostentar esta máxima figura, equivalente a la de un emperador, y quien gobierna el naciente imperio desde la ciudad de México.
Con él se inicia el linaje de los Huey tlatoanis y la toltequización de los aztecas ─fusión con la cultura tolteca de los pueblos aliados─, se comienza a cobrar tributo a los primeros pueblos sometidos ─base de su futura riqueza y poder─ y se crea una sólida clase noble con grandes privilegios.
Los aztecas nacían para la guerra, se educaban en el duro arte de la guerra y, si era posible, morían en el campo de batalla
Los mexicas, a pesar de haber sido durante largo tiempo una tribu nómada, no se explica cómo en tan solo doscientos años ─ya establecidos en Tenochtitlan─, pudieran construir el imperio más importante de Mesoamérica y el más grande en territorio, que abarcaba desde el norte de México ─con algunas excepciones territoriales─ hasta Guatemala, cuando en América no existían los medios de transporte y de carga como el caballo o el burro, y los recorridos en tan largo territorio tenían que hacerse necesariamente a pie.
Este poderío militar y económico, sólo podría concebirse gracias a una estructura de gobierno eficaz y bien estructurada, equiparable, tal vez, al de la antigua Roma. Ellos, como muchos otros pueblos guerreros en el pasado y como otros grandes imperios,cimentaron su fe de dominio, gracias a una convicción de poder divino y enseñanza militar que les eran inculcados desde la infancia.
“Asentaos, repartíos, fundad señoríos por los cuatro ámbitos de la tierra”, y de inmediato le obedecieron los mexicanos en los cuatro ámbitos de la tierra. ─Crónica Mexicáyotl
Un fuerte y arraigado militarismo teocrático llevó a los aztecas a una pretendida conquista del mundo como en ninguna otra civilización de América en su historia. El tributo que se hacía pagar en especie a los pueblos sometidos, fue la base de su grandeza. Por ello, la ocupación principal, independiente del comercio que hábilmente desarrollaron y que floreció en Tenochtitlan y Tlatelolco ─su ciudad gemela─: fue siempre la guerra.
Los aztecas, al igual que los antiguos espartanos o samuráis del lejano oriente, nacían para la guerra, se educaban en el duro arte de la guerra y, si era posible, morían en el campo de batalla para que al morir, sus almas pudieran descansar en el Tonatiuhichan «Casa del Sol», que era una especie de paraíso o cielo, donde aparte de ir las almas de los muertos en batalla o en sacrificio, iban las de las mujeres que morían durante el parto.
Como dato curioso, para los aztecas no existía el temor a la muerte como lo hay en las creencias judeo-cristianas por el juicio de los actos en vida y, en especial, por los pecados cometidos. Su destino en el «otro mundo» estaba determinado por la «forma» de morir y no por el tipo de conducta que, digamos, en términos moralmente buenos o malos, hubiera tenido en vida un individuo.
Para cada tipo de muerte o forma de morir tenían los siguientes recintos en el inframundo:
- Mictlán, al que se dirigía la mayoría, sin distingo de clase o posición social y cuyo deceso estuviera vinculado a una muerte de tipo natural ─edad avanzada o muerte repentina─, pero nunca por enfermedad, al menos conocida.
- Tlalocan o «Casa de Tlaloc», a los que morían por rayo, ahogados o de hidropesía.
- Chichihualcuauhco, donde iban los niños pequeños, que morían aún sin destetar.
- Tonatiuhichan, al que iban los muertos en batalla o en sacrificio y las mujeres que morían durante el trabajo de parto.
Tenemos pues, que el destino post-mortem mayormente anhelado por todo mexica era el Tonatiuhichan, dada su semejanza con el paraíso celestial del mundo cristiano y, que entre otras cosas, les confería el privilegio de acompañar al astro sol en su vuelo por el cielo hasta alcanzar el cenit, el mismo que de regreso harían con él, las mujeres muertas durante el parto: ¿Qué mayor honor y gloria podría tener un guerrero azteca, sino, el de morir en la guerra?
enochtitlan, la antigua ‘Venecia de América’
Fundada en el año de 1325 sobre la base de un montículo en una de las lagunas que conformaban la cuenca de México en el valle del Anáhuac, se erigió la ciudad de México. Por medio de una ingeniosa técnica agrícola basada en las «chinampas», que consiste en entretejer césped y lodo en cercados rectangulares en zonas pantanosas o lacustres ─utilizada hasta el día de hoy en pueblos como Xochimilco, que aún colindan con parte de esas lagunas─, los mexicas logran usar el lago como tierra de cultivo y extender el área territorial mediante un sistema de pilastras ─grupos de estacas clavadas al fondo del lago y rellenas de piedra y tierra─. De esta manera la pequeña isla creció hasta adquirir proporciones descomunales.
Es de maravillarse el esplendor que había logrado la gran ciudad de Tenochtitlan a la llegada de los conquistadores en el año de 1521. Orgullo de infraestructura arquitectónica. La más grande de las ciudades precolombinas construida hasta entonces ─o que cualquiera otra en Europa─. La más densamente poblada, rica en palacios y jardines de una belleza tal, que causaría la admiración de los soldados españoles y aún del propio Hernán Cortés.
Se calcula que la población de la capital tenochca a la llegada de los europeos era de aproximadamente 200 mil habitantes; cuando Toledo, la mayor ciudad española, no llegaba siquiera a los 40 mil y Madrid a los 5 mil. Si agregamos a esto que las poblaciones circunvecinas de Texcoco e Iztapalapa sumaban otras 100 mil almas alrededor de Tenochtitlan: tenemos un mundo de gente cohabitando y relacionándose entre sí, de forma impresionante [1].
Entre las edificaciones y templos que formaban el área ceremonial instalada en el centro de la ciudad, destacaba imponente el de la «Gran Pirámide del Templo Mayor», con sus 60 metros de altura y sus dos adoratorios gemelos colocados en lo alto: Uno dedicado a Tlaloc, dios de la lluvia y el otro a Huitzilopochtli, dios del sol.
El conjunto de elevados edificios con acabados en color blanco y ricamente ornamentado, refulgía durante las mañanas y tardes como un verdadero tributo a su dios astro. Tenochtitlan «La Venecia de América»; llamada así por sus incontables canales, al mirarla suspendida entre el verde-azul de su lago y las más de 20 mil canoas que en promedio rodaban al día por sus aguas hasta adentrarse en sus canales ─y que podían llegar hasta 40 mil en días festivos o especiales─, otorgaba esa magia tan especial, que sería descrita por los primeros cronistas españoles con inusitada emoción.
Para dar idea de la admiración que la actual Plaza del Zócalo de la ciudad de México causó a los españoles, tenemos el siguiente testimonio:
“Después de bien mirado y considerado todo lo que habíamos visto tornamos a ver la gran plaza y ante nosotros hubo soldados que habían estado en muchas partes del mundo y en Constantinopla, y en toda Italia y en Roma y dijeron que plaza tan bien compasada y con tanto concierto y tamaño y llena de tanta gente no la habían visto.”─Cortés, Segunda carta de relación.
A manera de conclusión
¿Cuántas veces algunas de las grandes civilizaciones en el pasado no reescribieron u ocultaron parte de su historia? Los aztecas en ese sentido no fueron la excepción, sólo que, a diferencia de ellos: ésta se acomodó a sus intereses siguiendo un patrón establecido dentro de su cosmogonía y no como simple capricho. Con el transcurrir del tiempo, los hechos históricos transformados se entremezclaron con el mito y la leyenda hasta formar un amasijo difícil de separar.
Ellos poseían una visión única, en la que los ciclos y la dualidad estaban siempre presentes. Así, todo encajaría de manera perfecta dentro de ese universo: como el día y la noche, la vida y la muerte. Como todas las grandes culturas que hoy yacen en ruinas tuvieron también sus grandes equivocaciones, sus excesos. Dejemos entonces que por hoy, la magia de lo que alguna vez fueron, alimente nuestra imaginación.