Las huelgas que se convocan, dentro de la legalidad y con toda legitimidad, suelen buscar siempre la mayor visibilidad posible. Los convocantes saben que lo que no tiene repercusión no existe y eso conlleva, en muchas ocasiones, perjuicios para terceros. El caso de la huelga de transportistas, que amenaza con paralizar España a partir del domingo, es uno de esos casos. Y aquí, cuando el daño puede ser mucho, y no se trata solo de daños colaterales o de un simple mal menor, hay que apelar a la responsabilidad.
Los transportistas tienen razones para expresar su malestar y reclamar mejoras, pero esta huelga se convoca por una asociación minoritaria en el peor momento posible, con una realidad social y económica muy cruda.
La huelga, si nada lo remedia, puede dar al traste con la campaña de Navidad y arrasar las perspectivas de unos de los pocos clavos ardiendo a los que puede agarrarse un sector tan maltrecho ya como el del comercio. Ya lo sufrimos durante los paros del pasado mes de marzo, pero ahora la cosa pinta mucho peor aún, porque bloquear la cadena de suministro en un momento tan decisivo es colocar en la diana a miles de empresas que en el próximo mes se juegan el grueso de su facturación.
Las empresas de logística han denunciado que esta huelga puede poner patas arriba a un país entero y ser un chantaje que suponga un bloqueo inasumible. El Gobierno debe estar fino en la gestión de lo que parece venirse encima, porque, por un lado, debe proteger a los consumidores y por otro, debe garantizar la seguridad y el derecho al trabajo de todos los transportistas que no quieran secundar la huelga.