Cuando a principios de marzo Mohammad Sajadi y sus compañeros en la Universidad de Maryland trazaron una correlación clara entre la temperatura, la humedad y la expansión de los mayores brotes hasta la fecha de Covid-19 por el mundo (Wuhan, Daegu, Qom, Lombardía, Madrid), muchos virólogos se llevaron las manos a la cabeza.
Si estos científicos llevaban razón, significaría que el SARS-CoV-2 tiene un fuerte componente estacional. Es decir, que se transmite de forma más eficiente en invierno, por lo que probablemente se disipará con la llegada del calor y volverá a resurgir la próxima temporada de frío.
No es ninguna sorpresa que los betacoronavirus una de las cuatro familias que existen y a la que pertenece nuestro antagonista suelen seguir este patrón. Así ocurrió también con el SARS, con el HKU1 o con los coronavirus que están detrás del resfriado común, como el OC43. Simplemente, era demasiado pronto para estar seguros.
Si el Covid-19 es dependiente o independiente de la temperatura es una de las grandes dudas que quedan por resolver de este nuevo coronavirus. Es una pregunta crítica, porque dependemos de la respuesta para organizar las estrategias sobre el desarrollo de terapias y vacunas o la estructuración de la economía pospandemia. Lo cierto es que a día de hoy no sabemos si habrá que prepararse para una segunda ola a partir de septiembre o si el virus seguirá entre nosotros en qué lugares y en qué grado durante la temporada de verano.
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