´Los caricatos también lloran’
Llorar es de sabios, deben pensar muchos carnavaleros que preparan, frotándose las manos, la vuelta al concurso de los concursos: el COAC del próximo 2020. Y conste, aunque peque de repetitivo, que me refiero a la pantomima esa que organizamos todos los años en el Gran Teatro Falla, disfrazando los gustos aleatorios de los señores, señoras y señoros que eligen para ser jurados bajo sesudas interpretaciones matemáticas que no entiende nadie. El hecho carnavalesco (un fenómeno planetario, no lo olvidemos nunca), la calle y el disfraz todavía no ha caído en las garras de tal despropósito…
Por ahora, denles tiempo a los buitres para diseñar una estrategia.
El próximo COAC 2020 va a ser el festival de las lágrimas. Yo propondría a Kleenex que aumentara sustancialmente su producción de toallas de papel. Del mismo modo, no estaría mal, ya que la economía local está chunga y no tiene visos de mejorar, que los artesanos-sastres carnavaleros diseñaran unos pañuelos blancos en los que bordaran la silueta en negro de Dani Obregón con la guitarra en alto (esa que todos creen que es la del Capitán Veneno) y los vendieran en puestecitos colocados estratégicamente en los alrededores del Gran Teatro Falla. Van a ser necesarios, en serio, la gente tiene ganas de convertirse en las plañideras últimas de los genios caídos bajo las voraces zarpas de Mon Dylan.
Esto no tiene porqué ser bueno, ni malo. Pero a mí, sincera y subjetivamente, me repugna.
Siempre he creído que la memoria que le debemos a los hombres y mujeres que, por desgracia, acaban yéndose de gira con Mon Dylan (al menos aquellos y aquellas que han dedicado parte de su vida al carnaval), debe ser alimentada por la risa y la celebración, por recuerdos amables que nos hablen de todo lo que aportaron a nuestras vidas. Me temo que tengo que tener algo de sangre irlandesa corriendo por mis venas: los velatorios de los hijos e hijas de San Patricio van por ahí, por la celebración salvaje antes que por esa pena tan judeocristiana que nosotros tenemos siempre presente en nuestras vidas. Aquí la tristeza suele llevar a la culpa (maldita palabra), y la culpa, en este caso, no la tiene nadie salvo el destino.
Por eso temo a este carnaval lo mismo que un gato teme al agua. Porque, seamos serios y europeos, todos somos conscientes de que, de boquita pa fuera, la gente dice que nadie le va a cantar nada a los caídos, que todos esos nombres de agrupaciones tan guayses y con doble sentido sólo son para mosquear al personal, que los grupos no van a caer en el error de entonar los “cuánto-te-quería-yo-güán” ni los “mi-vida-sin-manolito-no-será-la-misma”… No, por supuesto, que no.
No ni ná.
Que nos conocemos, primo. Que aquí la gente cree que la lágrima fácil puntúa más que la crítica acertada. Si no, ¿de qué y de cuándo iban a dedicar las comparsas tantos pasodobles a la tan humana indignación ante la muerte que llevamos sufriendo desde que los Majaras hacían sus repertorios con la página de sucesos del Diario de Cádiz abierta de par en par? En aquella época se traían tantos cadáveres entre los versos porque el público lo recompensaba con sus óle-óle desde el gallinero, y la tendencia se ha mantenido impasible durante décadas por la misma razón. Tanto, tanto, que, al final, hasta las chirigotas y los coros han caído en la trampa y desperdician parte de sus letrillas en una eterna oda a la injusticia de la Parca, a lo afilada que es la Guadaña última de nuestras tristes vidas.
¿Y queréis convencerme de que nadie, nadie va tirar de esas emociones tan simples cuando se han largado de gira tantos y tan importantes hombres de nuestra fiesta?
Eso es ponerse en modo PedroSánchez, amigos. Te construyes en la cara una sonrisa de perro, tirante y falsa, para tratar de ocultar verdades incómodas tras (supuestas) buenos propósitos. El mundo del Carnaval de Cádiz, nos guste o no, es más básico que el mecanismo de un enchufe, desde hace décadas, y nadie parece tener ninguna intención de avanzar ni de adaptarlo a los tiempos que corren. Es por ello, oye, que estoy seguro (y me consta que [email protected] de ustedes también) de que se nos viene encima un verdadero océano de lágrimas enlatadas entre los versos de un pasodoble, una presentación o un popurrín (nosotros llevaremos seguramente un cuplé al nabo de güán, o no, pero de lo otro ya les digo que nanay). El problema no está en el fondo (que sería discutible y daría para un artículo en sí mismo), sino en la forma. De buenas intenciones está el infierno lleno, o eso dicen.
Ya sabemos que, por causas incógnitas, las comparsas y comparsistas de Cádiz son los heraldos de la pena y la melancolía, que les gusta más un velatorio que a un tonto un lápiz, que llevan años siendo la crónica de sucesos de esa gran revista oral que es el Carnaval de nuestra tierra. Ellos sólo seguirán la tradición que les han impuesto. Lo harán mejor o peor, con más tino o con menos Tovar (qué chiste más malo, por Crom), pero se limitarán a seguir haciendo lo que se supone que es su tarea. El mal trago vendrá cuando quieran hacerlo las chirigotas, los coros y los cuartetos para recoger su cuota de aplausos comprometidos por la memoria y el dolor. “Bemo levantao el patio de butaca”, se dirán, muy ufanos, como si levantar a la gente del asiento fuera tan importante como una levantá de la madrugada del Jueves Santo. “Se están tirando en plancha la gente del gallinero”, se susurrarán otros al oído, mientras se abrazan tras el telón recién caído, antes de que los periodistas les pongan al alcachofa en la cara…
Ustedes dirán que a mí qué me importa todo esto, claro.
Pues me importa porque uno de los seguros homenajeados era mi amigo. Y, como lo era, puedo decir (yo, y aquel o aquella que le conociera de verdad, y no de una noche) que todo esto que se va a liar en el Carnaval 2020 le habría sentado como una patada en los güevos, metafóricos los güevos, pero güevos al fin y al cabo. Que toda la memoria y todos los honores que van a ofrecerle no sirven de nada si nuestros autores y nuestros grupos no empiezan a reivindicar de una puñetera vez la palabra y la honra del pueblo para rescatarlo de esta comedia triste y sin gracia que ha sido el Teofilato y sus años posteriores. Todo lo que él querría es que empezáramos a sentir Cádiz como nuestra y que usáramos el inmenso regalo del Carnaval para denunciar todo lo que nos molesta o nos estorba, y no crear espectáculos ambulantes para buscar un sobresueldo (o un sueldo) que nos permita sobrevivir en el jodido río de la vida actual.
Algo muy respetable y perfectamente compatible, siempre que se haga con “aje” y no se les vea el plumero, ¿verdad?
Hasta la próxima lectores, lectoras y lectoros. Ha sido un placer, como siempre.
Joaquín Revuelta.
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Matar moscas a cañonazos.