La leyenda del Cachorro de Sevilla

El Cachorro era hombre serio, taciturno, reconcentrado y cuando participaba en las fiestas gitanas o en las juergas de las tabernas.

Vivía por aquel entonces en la Cava de Triana, donde se situaban las chozas de los gitanos, un hombre de esta raza, de unos treinta años y apuesta figura, muy conocido por su habilidad para tocar la guitarra y sus facultades para el cante jondo, que atendía por el sobrenombre de El Cachorro.

El Cachorro era hombre serio, taciturno, reconcentrado y cuando participaba en las fiestas gitanas o en las juergas de las tabernas, siempre se mantenía apartado del jolgorio general. No se le habían conocido amores, pero muchas de las gitanas de La Cava suspiraban por él. No faltaba quien afirmaba con despecho que era debido a que tenía un amor secreto al otro lado del río, en alguno de los barrios señoriales.

Cuando desaparecía durante varios días nadie se cruzaba con él en los caminos, ni en localidades cercanas o ferias de los alrededores; solo podía estar en un sitio: a la otra orilla del río, en algún lugar que no frecuentaran los gitanos. Se corrió la voz de que tenía un romance con una señorita de buena familia y que su seriedad era a causa de que la familia de la novia no aceptaba esos escarceos.

Un día apareció la Cava un hidalgo ricamente vestido que preguntaba por todos lados por un gitano al que llamaban El Cachorro. No son los miembros de esta raza hablar más de la cuenta, y menos de uno de los suyos con un payo. Sin embargo, algo debió entrever el caballero porque cuando se marchaba de Triana iba convencido de que aquel al que buscaba se encontraba en aquel lugar.

Desde aquel día se le vio merodear por el barrio, unas veces a pie, otras a caballo, siempre bien vestido y con el ademán obstinado, como un cazador en su puesto de acecho.

Por otra parte, tras la fusión de hermandades y la creación de la nueva Hermandad de la Expiración, se creyó necesario dotarla de imágenes titulares. Reunido el Cabildo de Cofrades, se acordó concertar con algún artista de renombre la construcción de una escultura que representase al Señor en el mismo momento de su muerte. Tras varias propuestas, se le hizo el encargo se realizó al mejor imaginero de la ciudad en esos momentos, Francisco Antonio Ruiz Gijón.

Se tomó muy a pecho el maestro este pedido, proponiéndose realizar una figura que destacase entre las excelentes tallas esculpidas por sus predecesores, que eran artistas de la categoría de Martínez Montañés, Juan de Mesa o Pedro Roldán, ahí es nada.

Este afán de superación le supuso dibujar cientos de bocetos y docenas de modelos de barro, sin que ninguno de ellos llegaran a satisfacerle del todo. Se obsesionó de tal manera que tan solo vivía para este encargo, sin apenas comer ni dormir, recluido en su taller día y noche. Enflaquecía a ojos vista y llegó a preocupar muy seriamente a familia, al caer enfermo y contraer unas fiebres que, a pesar de la oposición de sus allegados, no le impedía seguir intentando obtener la ansiada figura.

Cierta noche se despertó de repente, se incorporó con trabajo en la cama y, siguiendo un súbito impulso, se vistió y salió de su casa, en la Puerta Real. Caminaba al azar, sin destino definido, y cuando se dio cuenta se encontraba ante el puente de barcas, única comunicación entre Sevilla y Triana en aquella época. Lo cruzó y siguió andando, hasta llegar a la capilla del Patrocinio.

Se encontraba fantaseando ante la puerta de la capilla, pensando en como quedaría la talla que quería labrar cuando, de pronto, oyó grandes voces y agudos gritos de mujer. Al volverse, pasó ante él un jinete a galope tendido, del que tan solo pudo distinguir que llevaba una costosa capa de seda al viento. Guiándose por los gritos, el viejo maestro se dirigió hacia el lugar del que provenían, que no era otro que las chozas de los gitanos de la Cava, con la intención de auxiliar a quien lo necesitase.

Ya cerca, vio la causa de aquella barahúnda. En el suelo había un hombre retorciéndose de dolor en los últimos espasmos de la agonía. Parecía querer decir algo, acaso el nombre de su matador y, alzando la cabeza, dejaba escapar con trabajo los estertores de una respiración que se acababa. Aquel hombre era el Cachorro, el gitano que había cumplido su cita con el destino, pagando con la vida sus secretos amores. Una daga de rica empuñadura le atravesaba el cuerpo, de pecho a espalda.

Al verlo, Ruiz Gijón se olvidó del hombre compasivo que llevaba dentro y se sintió salvaje y gloriosamente artista, nada más que artista y, mientras las mujeres intentaban socorrer al moribundo, Ruiz Gijón sacó de sus bolsillos un trozo de carboncillo y un papel, en el que, a la luz de los candiles, iba bosquejando la cara de agonía del gitano. Después murió el Cachorro, siendo su exangüe cuerpo levantado en brazos por algunos gitanos que iban llegando para llevarlo a su domicilio y velarlo.

Después de aquel suceso, bastó poco tiempo para que Ruiz Gijón trasladara a la madera el boceto que había hecho aquella noche. Gracias a él, consiguió que la imagen tuviera exactamente la expresión de la agonía.
Y cuando aquel año de 1.682 salió por primera vez la nueva imagen de la Hermandad del Patrocinio, el vecindario de Triana al ver en la cruz el Cristo de la Expiración, comenzó a prorrumpir en gritos de admiración y de sorpresa.

– ¡Mirad, si es el Cachorro!

Y en efecto, era el Cachorro, el gitano taciturno, cantaor y enamorado, el que mataron por amores una noche en la Cava de Triana y que el soplo del genio del gran artista Ruiz Gijón, había convertido en la figura del más hermoso y dramático de los Cristos Crucificados que forman el tesoro escultural de la Semana Santa sevillana.
Como curiosidad añadida, la talla presenta un ojo de color marrón y el otro verde.

La leyenda vino a completarse con la investigación llevada a cabo por la justicia en la que al fin se conoció la verdad. En efecto, el gitano visitaba cada pocos días a una mujer, aunque resultó que esta dama era en realidad su propia hermana bastarda. El hombre, en el intento de mantener el secreto por temor a perjudicarla, dado su origen, había sido descubierto y acusado de aquellas erróneas intenciones.

Existe otra teoría, según la cual, el apelativo de El Cachorro era una denominación bastante usada por los literatos del Siglo de Oro, y que proviene del «Cachorro del León de Judá». Curiosamente, la expresión «El Cachorro» no aparecía en tiempos pretéritos para llamar a este imponente crucificado del Viernes Santo. Todo parece indicar que se trata, simplemente, de algo con tintes románticos pero que, con el paso del tiempo, ha conseguido sintetizar la profunda devoción del pueblo de Sevilla a este Cristo que, cada Viernes Santo (si no llueve, que esa es otra), nos recuerda el momento en el que Jesús expiró.

Dentro de la leyenda del Cristo del Cachorro existe una digamos “sub-leyenda” entre los sevillanos, que afirma que el verdadero Cristo de la Expiración se encuentra en el cementerio de Sevilla, adonde fue llevado a escondidas tras el grave incendio que sufrió la Capilla en 1.973. La imagen original fue sustituida por una réplica realizada por los restauradores.

Entre la Glorieta del Cristo de las Mieles y la Glorieta de la Piedad se encuentra el Panteón de don Aníbal González y Álvarez-Ossorio, el arquitecto por antonomasia de la Sevilla del siglo XX y, especialmente, de la Exposición Ibero-Americana de 1929.

El ilustre arquitecto falleció en 1.930, y su panteón es, sin duda, uno de los lugares más visitados del cementerio de San Fernando, por el «misterio» que se guarda dentro de él, lo que ha provocado una auténtica leyenda urbana-cofradiera, como hay tantas que circulan por nuestra Sevilla tan amante de lo legendario y de la mitificación.

Musalima