Le conocían con el sobrenombre de El Zurdo por su destreza manejando la cimitarra y no por su dotes de gobierno, pues hasta en tres ocasiones perdió el trono. Cuando los musulmanes todavía dominaban Al-Ándalus, el rey Muhammad VII se guarecía en medio del esplendor de la arquitectura nazarí de la Alhambra de Granada. Paseando un día por Sierra Elvira se topó con una hermosa y joven doncella que lloraba de forma desconsolada. Espoleado por un flechazo ordenó conducirla a palacio porque se había enamorado de ella.
Zayda, Zorayda y Zorahayda se llamaron las tres hijas que tuvo el matrimonio real pocos años después de casarse. Pero la profecía de los astrólogos alertaron al califa musulmán: «Las hijas, ¡oh rey!, fueron siempre propiedad poco segura; pero estas necesitarán mucho más de tu vigilancia cuando estén en edad de casarse. Al llegar ese tiempo, recógelas bajo tus alas y no las confíes a persona alguna». Muhammad VII resguardó a las niñas en el castillo de Salobreña bajo el cuidado de Kadiga, la anciana ama de la madre, fallecida durante el parto.
Le conocían con el sobrenombre de El Zurdo por su destreza manejando la cimitarra y no por su dotes de gobierno, pues hasta en tres ocasiones perdió el trono. Cuando los musulmanes todavía dominaban Al-Ándalus, el rey Muhammad VII se guarecía en medio del esplendor de la arquitectura nazarí de la Alhambra de Granada. Paseando un día por Sierra Elvira se topó con una hermosa y joven doncella que lloraba de forma desconsolada. Espoleado por un flechazo ordenó conducirla a palacio porque se había enamorado de ella.
Zayda, Zorayda y Zorahayda se llamaron las tres hijas que tuvo el matrimonio real pocos años después de casarse. Pero la profecía de los astrólogos alertaron al califa musulmán: «Las hijas, ¡oh rey!, fueron siempre propiedad poco segura; pero estas necesitarán mucho más de tu vigilancia cuando estén en edad de casarse. Al llegar ese tiempo, recógelas bajo tus alas y no las confíes a persona alguna». Muhammad VII resguardó a las niñas en el castillo de Salobreña bajo el cuidado de Kadiga, la anciana ama de la madre, fallecida durante el parto.
Más adultas, las jóvenes princesas, mientras miraban al mar, cayeron rendidas ante la aparición de tres caballeros cristianos que navegaban presos en un barco de soldados. Se los encontraron de camino a Granada tras ser llamadas al fin por su padre. Los prisioneros a punto estuvieron de ser castigados con la muerte por negarse a hincar la rodilla ante el rey Muhammad VII, pero sus hijas le convencieron de conmutar la pena por una serie de trabajos forzados cerca de la Alhambra.
Todo explotó cuando los tres cristianos fueron rescatados por sus familias, pero no se olvidaron de las jóvenes princesas: se reunieron con Kadiga y le anunciaron su intención de ayudarlas a huir de la torre en la que estaban confinadas. Unas noches más tarde, los caballeros aparecieron, tal y como habían prometido, bajo el balcón. Primero descendió Zayda, la mayor y más atrevida; luego le tocó el turno a Zorayda, la mediana y la más hermosa; pero cuando solo quedaba por bajar la pequeña, Zorahayda, la más tímida y sensible, el pánico y el vértigo la invadieron.